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16/7/08

Jóvenes ocultos


Tras el divorcio de su madre, Michael y Sam se trasladan a vivir con su abuelo (un hippie entrado en años) en el pequeño pueblo costero de Santa Carla, California, un lugar apacible y aburrido que no merecería muchos comentarios de no ser porque está habitado por una molesta banda de vampiros gamberros que gustan alimentarse de cuanto se ponga a su alcance. Cuando la única chica entre estos chupasangres seduce al joven y rebelde Michael, no pasa mucho tiempo antes de que este se convierta en otra criatura de la noche. Si no quiere pasar a engrosar las filas de los no-muertos de forma definitiva, él y su hermano menor deben encontrar la forma de romper la maldición y enviar a los seres de colmillos largos al hueco infernal de donde han salido. Tal es, en grandes pinceladas, la trama de Jóvenes ocultos (1987), indudable clásico de los ochenta y una de las cintas paradigmáticas del sub-género de los vampiros como icono pop. Parece mentira que veinte años después de su estreno siga teniendo la misma fuerza y efectividad a la hora de mezclar el evidente atractivo y terror que desprenden estos monstruos con una nada desdeñable dosis de humor que (para variar) es completamente intencional.
Muchas veces se utiliza el término "película para adolescentes" de manera peyorativa, pero en Jóvenes ocultos se trata de más que palabras. El subtexto de esta película (producida por Richard Donner y dirigida por el polifacético Joel Schumacher) sabe plasmar casi a la perfección un mundo de jóvenes que no desentona en el contexto californiano. De hecho, la banda de los vampiros (liderada por un genial Kiefer Sutherland, ídolo de esta casa) es la metáfora perfecta de la juventud descontrolada y eterna, hecho que se manifiesta no sólo en su afición a las motocicletas y al gamberrismo juerguista, sino incluso en la foto gigante de Jim Morrison que "preside" su escondite en medio de las cavernosas ruinas de un balneario de principios de siglo. Estos vampiros voladores (facultad que, por cierto, sólo vemos a través de una cámara subjetivo) se alejan por completo de la típica imagen sobria y solmene de sus congéneres cinematográficos para mostrarse como monstruos abocados al caos, irresponsables en sus matanzas indiscriminadas y con ganas de armar barullo dondequiera que van.
Pero no son estas criaturas lo único simpático de la historia, ya que el trío de niños co-protagonistas (entre ellos los dos Coreys: Haim y Feldman) también es de cuidado. Ante la perspectiva de que su hermano mayor termine hincando los dientes sobre su púber cuello, el pequeño Sam recluta la ayuda de dos chavales de una tienda de cómics obsesionados con el tema de los vampiros, y que no dudan en ayudarle cual una pareja de auténticos mini-Van Helsing. Esta premisa, que en papel suena ridícula y en pantalla ha sido tradicionalmente un desastre, está perfectamente llevada a cabo en Jóvenes ocultos, con lo que todos tendríamos que quitarnos el sombrero ante Schumacher por haber superado con éxito uno de los mayores retos cinematográficos que hay: hacer una película de terror que incluye escenas de humor con niños y que no nos hace sonrojarnos de vergüenza ajena. Y es que precsiamente el humor en esta película no se siente para nada forzado y hasta enriquece la historia. Atención a la frase que cierra la película, totalmente de coña, pero capaz de arrancarme una sonrisa de forma casi instantánea (¿mencioné también algo sobre esa maravillosa banda sonora repleta de guiños pop ochenteros, incluyendo la versión de Roger Darltrey de Don't let the Sun go Down on Me?).
Es verdad que no juega tanto a dar miedo como otras de su género; es cierto que el giro final que toma la trama está cantado desde el principio, y la historia es tan sencilla que realmente no hay mucho desarrollo de personajes que se diga, pero sólo por haber presentado a los vampiros en una forma poco común, resulta fácil ver por qué esta cinta sigue siendo un referente para los amantes de esos bichos nocturnos con dientes largos que pululan en la oscuridad.

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